viernes, 26 de junio de 2009

El Mentor del Dolor (parte III)


Aquellos eran los días

Miguel Angel Ratti es un ciudadano Marcos Férrum. La ciudad toma el nombre de su fundador, un intelectual del siglo 19 con ideas muy adelantadas a su época. Miguel siente una profunda admiración por su figura.
Tiene entre 29 y 35 años. Posee un físico atlético, no fuma, no bebe y hace ejercicios. Vive solo, sin lujos ni necesidades. Es profesor de Físico-química en un colegio secundario semi-marginal. Combate al crimen legalmente, su otro oficio es ser policía. Para hacerlo se viste con un traje diseñado por él, el color podría ser gris o azul. Ratti no duda en matar cuando lo considera justo, pero no es un psicópata. Su carácter es austero. Sólo tiene un amigo: el oficial Gutiérrez.
Es heterosexual pero no tiene pareja actualmente, se desconoce si tuvo alguna vez. Tiene el extraño poder de manejar su metabolismo con el pensamiento: puede engordar, aumentar su masa muscular, envejecer, etc en cuestión de segundos, esto ayuda a nuestro protagonista a salir ileso en algunos enfrentamientos, o hacerse pasar por otra persona. Es por esto que se lo conoce como "Metabólico".
Obtuvo dichas aptitudes a los trece años, luego del experimento fallido de dos hermanos científicos (apellidados Fernández) con los que había trabado amistad, sólo él pudo sobrevivir, gracias a sus flamantes poderes. Carga en su hombro la muerte de los hermanos Fernández, cree que el experimento fue saboteado.
Eligió servir a la ley por un trauma infantil: su violento padre era un capo mafioso de considerable importancia, ahora es un indigente, pero pronto recuperará su poder de una forma misteriosa que todavía no ha sido definida (El padre fuma pipa, tiene el pelo canoso, entradas pronunciadas y un bigote negro en forma de herradura). No conocemos nada de su madre.
Miguel tiene un hermano, obsesionado con matar a su padre de una forma retorcida. Este personaje tiene una doble identidad, se viste de negro (el traje podría estar hecho de púas)y se pinta el borde de los ojos del mismo color, de este modo adopta el alias de "Alguien". Asesina maleantes de poca monta por placer. Tiene un ayudante apodado "Ratón" por su rostro de roedor, parece un personaje simpático, pero en algún momento tiene que traicionarlo.
El principal enemigo de Miguel Angel es una mujer. Se trata de una ex-modelo que se venga de los malos tratos de su mánager, quedándose con toda su fortuna. Rapa su cabello y se hace llamar "Puercoespín". Sólo le interesa ascender socioeconómicamente, delinquiendo si es necesario. Su cuerpo es atlético y volupuptuoso. Tiene varios trajes, pero el que más usa es uno gris muy ceñido al cuerpo. Ni ella ni Miguel sienten atracción el uno por el otro. Se revelará, llegado el momento, que "Puercoespín" fue la que saboteó el experimento de los hermanos Fernández cuando era niña.
Otro rival es "Geier", un ex-piloto (nunca se le ve su cara, de su traje salen y entran muchos tubos que le ayudan a seguir con vida, se desconoce cómo quedó así) Al igual que Ratti, es un admirador de Marcos Férrum, sólo que más radical. Antenta contra la vida de los funcionarios de la ciudad por considerarlos corruptos e incompetentes. "Geier" no teme en perder su propia vida en cada atentado. Miguel NUNCA podrá evitarlos.
Edgardo Lucero 1987



"Bien" dijo el Mentor "Ya es un comienzo".



sábado, 20 de junio de 2009

El Mentor del Dolor (parte II)

Seminario

"Edgardo, te busca un chico" anunció Ana Clara Lucero a su hermano. Ed estaba viendo en la pieza de sus padres una película instrascendente protagonizada por un rapero blanco y dio gracias al cielo católico por la súbita interrupción de su no-agenda. "¿Quién es" preguntó el niño mientras atravesaba el pasillo, "Un flaco fiero" informó Ana Clara mientras se introducía en su pieza.

En el living de los Lucero estaba el Mentor, parado en un punto equidistante con respecto a las paredes, prusianamente derecho y rascando ocasionalmente su mentón. "Vengo a proponerte algo ¿Puedo tomar asiento?", "Sí, sí" respondió un descortés Edgardo sin ofrecer té, café, o un vaso de agua.

El Mentor hizo visible su muy camuflada carpeta negra y la tomó como si fueran las tablas de Moisés, la abrió y sacó una hoja A4 blanca. De uno de los bolsillos de su camisa emergió un portaminas que una milésima de segundo después empuñaba su mando derecha. "He visto trabajos suyos, Lucero... y creo que hay algunos que tienen mucho potencial... ¿Sabe lo que es un Fanzine? Bien, no se haga problema. Un fanzine es una publicación hecha por aficionados a algún arte, disciplina o interés común. Si está interesado le sugeriría que replantee, redesarrolle y reinvente su material con el fin de ser publicado bimestralmente con una extensión no superior a las 14 carillas. El único cambio drástico que le voy a pedir es que le cambie el peinado a Miguel Angel Ratti (dibujó rápidamente a Ratti como Edgardo Lucero lo hacía: una cara masculina ovalada con una cascada de pelo rubio a lo Robert Plant) podría ser algo así ¿Qué le parece? (trazó un rostro masculino similar al Superman de John Byrne pero con un cabello militarmente corto) Ésta es una posibilidad..." Edgardo Lucero preguntó si podría tener algún rasgo más distintivo, como un aro o un tatuaje.

El Mentor le explicó que alguien con las convicciones anacrónicas de Miguel Angel Ratti, personaje que Ed había creado, no puede tener un aspecto tan llamativo.

Y tenía razón.


Por el reflejo de los lentes con marco redondo del Mentor, Lucero observó cómo Ana Clara pasaba rápidamente por el living y se dirigía a la cocina. También se percató del detenimiento de la vista del Mentor en la figura de su hermana, y de la indiferencia de Ana hacia el Mentor.


miércoles, 17 de junio de 2009

El Mentor del Dolor (parte I)


Tinta Negra


Edgardo Lucero conoció a quien llegaría ser su Mentor algún día a los doce años de edad, y ese día no tardó en llegar. El maestro de Edgardo tenía 8 años más que él, una diferencia poco habitual entre un alumno y su maestro, pero este detalle insignificante no impidió que las clases tuvieran lugar.




Lucero formaba parte por ese entonces de un grupo de personas que hacían o gustaban de las historietas. Era un catálogo antropológico singular: un viejo loco que llevaba a cada reunión una historieta coloreada a lápiz basada en una novela de ciencia ficción de su autoría (novela que Edgardo Lucero leería en algún momento), un heavy metal que hacía cómics de alto contenido gore (Edgardo cree que este chico murió, pero no está seguro), un cándido quinceañero que muchos años después Lucero cruzaría por la calle felizmente casado y con un bebé en brazos, un niño de nueve años gordo y verborrágico ( Edgardo Lucero nunca supo qué fue de él y tampoco le importa), un dieciseisañero flaco y alto con braquets y campeón de ajedrez (Lucero se enteraría mucho tiempo después que era un genio o algo parecido) y también estaba Edgardo Lucero mucho antes de ser Edgardo Lucero. Este grupo anómalo llevaba casi un año de reuniones regulares, todos los viernes a las 19, nada aparecía afectar su extraña armonía. Hasta que entro él.




Era un joven de veinte años, pero tenía la actitud de tener 35. Prolijamente peinado y afeitado. Lentes con marco redondo. Ropa formal negra perfectamente planchada. Saludó a todos con la mano y se presentó. Edgardo no podía quitar la vista de su carpeta (negra, como todo lo que él llevaba) y le pidió ver su contenido. El joven se la cedió al niño amablemente, pidiendo que tuviera cuidado "son originales", advirtió.



Lucero abrió la carpeta e inspeccionó su interior. Allí había una historieta dibujada y entintada por una máquina precisa. Trataba de un militar fanático de San Martín que cubría un monumento del Libertador para luego lanzar una bomba atómica sobre la ciudad.


Fue el primer pantallazo que Ed tuvo de la obra de su futuro Mentor.




martes, 9 de junio de 2009

¿Alguien lo sabe?



Dale play a La Muette


“Si no te hubiera amado más que mis ojos te hubiera odiado”
Catulo


Los huevos tirados contra la pared, 1, 2, la banana pegada al techo de la cocina que iba tornando en colores hoscos, un moretón en la mano derecha y ninguna pregunta sobre lo que era normal en la vida.

Se levantó con la ropa puesta, buscando los zapatos brillosos y con cuidado de no pisar, en las baldosas, esa lámina de saliva y alcohol. Había sido otra fiesta de esas en las que los hombres rugen gutural y violentamente como si se los hubiera comido un mono, recordaba gran parte de la noche mientras recorría el pasillo hasta el baño, el pasillo que dividía la habitación de Atilio y la de Lucas.

Cuando ellos despierten, pensó, no querrán limpiar semejante mugre, van a querer prender fuego la casa, como dicen siempre.

La primera vez que fue a ese departamento, sólo había una cama en el comedor y un colchón, ella tenía un novio que la golpeaba, ellos estaban recién comenzando a vivir de a tres.
Alfredo, Lucas y Atilio habitaban unas paredes sin muebles, sólo existían dos guitarras y un teclado, que Alfredito usaba como batería, pasaban el tiempo con charlas de cine bélico, algo de filosofía, comida exótica y códigos grupales.

La noche que los conoció, llegó con una cinta roja en la cabeza y su perra, al sentarse en el sillón (el colchón) lo miró a Atilio, con esos aires que pegan como trompadas en la nariz, no sabían que podía existir el amor.

Soportando el soliloquio de un tenista, un guitarrero con temas de los 90 que gritaba “viva la patria, viva Perón!” el fantasma de una extranjera entrometida, varios hombres y desencuentros, entre esa noche, primera noche, y la de hacía unas horas, habían pasado 2 años.
Ahora, en el pasillo, sin novio golpeador, sin perra, con el departamento lleno de muebles y sin Alfredo, ella recorría por última vez esa casa.

En vez de ir al baño, abrió la puerta de la habitación de José y lo vio dormir sin su novia, sintió deseos de acariciar su pelo, recordó su manía por los cabellos, aún cuando ella misma, la tarde anterior había rasgado su pelo con un tijeretazo de coraje y reía como poseída con el puñado castaño en una mano y la tijera en la otra, saltando y gritando temas de flamenco.

Siguió a la cocina, entre las botellas de gin y coca, recordó dos cosas que unían la primera noche en esa casa y ésta, una era los ojos de Atilio, sus pupilas dilatadas, la misma forma, tono e intensidad, y la otra, lo que ella no sabía, que iba a llegar por vez primera y de improviso a ese departamento y que esa tarde lo estaba viendo por última vez.

Arrastrando el dolor de cabeza, quería despertar a Atilio, que arrinconado contra la pared trabajaba el sueño profundo de un ebrio, quería exigirle tener sexo, morder su nuca y arrancarle los ojos, pedirle con un escupitajo que decidiera, que hablara, que hiciera otra cosa además de mirar y hablar de su viaje. Pero sólo regresó a la cama, le dio un beso en la cabeza recién rapada, juntó sus apuntes de literatura policial, y volvió al pasillo, miró ambas puertas, encendió un fósforo recordando el gin derramado y salió.

Yararán.